Los migrantes hacia el norte, una y otra vez.

       Las vías del tren, antaño símbolo inequívoco del progreso, hoy es un ligero anacronismo apenas funcional que lleva paquetes industriales de mercancía y miles de personas que recorren una accidentada geografía en busca de mejores oportunidades. El fenómeno de la migración no es nuevo: parece inscrito en el código del ser humano pero se ha acentuado de forma alarmante en el último siglo debido a las guerras, las desigualdades sociales y las enormes diferencias económicas.
        Johan Galtung, sociólogo noruego, explica los éxodos migratorios desde el concepto de violencia estructural: andamios invisibles pero siempre presentes que se dan en las condiciones sociopolíticas como la represión, la explotación y la marginación y las gigantescas diferencias entre clases.
       Sonora no son ajenos a esta problemática: ruta lógica y natural de los migrantes, Sonora se ha convertido en un paraje obligado. Tomemos por caso, Hermosillo: todos los días decenas de personas deportados de Estados Unidos o que apenas van en su periplo, bajan de los vagones del tren en la Estación Cementera. Ahí, los nómadas modernos buscan descansar al amparo de las tímidas y escasas sombras, en espera del siguiente tren o si acaso, buscar el regreso a casa, como si fueran un Ulises breve y nostálgico, regresando a su ansiada Ítaca.

       Espera Ernesto, un joven de 23 años, proveniente del turístico pueblo de Palenque, Chiapas. Recorrió los 4 mil kilómetros en tren para ser deportado a los 11 días de haber cruzado la frontera. Lleva un tatuaje en el brazo derecho de una calavera que si uno ve de forma rápida, se asemeja con la Santa Muerte. “Voy a volver a intentarlo, tomaré el tren esta tarde hacia Caborca”, dice Ernesto, con un enérgico gesto cargado de una voluntad inquebrantable. No hay marcha atrás: Ernesto no piensa volver a su natal Palenque y su destino sólo admite cruzar la frontera por Sonoyta, tierra que representa un enorme peligro ya que está lleno de burreros (personas que hacen del trasiego de drogas su negocio).
       La frontera Sonora-Arizona no conlleva los mismos riesgos que la de Texas-Tamaulipas, donde entre los rancheros norteamericanos y los sicarios de los grupos narcotraficantes, son una sentencia de muerte hacia los migrantes que luchan por un mejor porvenir. Sin embargo, hay una paradoja que se antoja horrible: las leyes de Arizona cada vez se vuelven más estrictas y con espíritu anti inmigrante, han extremado vigilancia y se ha impulsado una cultura tipificada en las palabras del candidato republicano Donald Trump. Ernesto cruzó por el desierto en compañía de 5 personas más. Un desierto inhóspito que alcanza temperaturas, en esta época de hasta 40 grados. Y va a volver a intentarlo tan pronto como llegue el tren a la estación Cementera.
       Hojalatero de profesión, convendría analizar el porqué de renegar de su tierra. Ahí es donde aparece la gran tragedia de todos los migrantes-y en general del país entero-: prefieren poner su vida en riesgo, llevar a su cuerpo al límite y sortear los peligros de los grupos criminales a intentar llevar una vida en México, ese México cuya falta de oportunidades se convierte en una tierra sombría. El joven con el tatuaje de calavera en su brazo derecho ha tomado su decisión: se va a entregar a un sueño y una ilusión en el que se le promete un futuro. Existen otras historias, sin embargo, que diversifican el crisol de realidades: Hermosillo ofrece otras opciones. Varados en las vías del tren-literalmente-, los migrantes buscan trabajo para poder sobrevivir (ya que si son deportados no cargan con dinero alguno).
       Entonces se convierten en un semillero para los campos de la costa, donde van de jornaleros a cosechar y recoger. Ahí los llevan con promesas de 180 pesos al día, sin embargo, las condiciones laborales son traumáticas. Tomás Vital, oriundo de Parral, Chihuahua trabajó en uno de los campos del Poblado Miguel Alemán para juntar dinero y pagar los gastos de su tercer intento para cruzar al otro lado de la frontera. En el campo se encontró con el desasosiego de las mentiras: los 180 pesos prometidos eran una quimera y las jornadas laborales se convirtieron en horas maratónicas, además, supervisados a todas horas para que no escaparan. “Era como una cárcel. Nos tenían vigilados hasta para ir al baño, pagaban cuando querían. Ya te digo, eso era como estar esclavizado”, relata Tomás. Confinados en un galerón, el hombre de Parral finalmente pudo escapar una noche y ahora se encuentra esperando el tren que lo lleve a Altar, ese pueblo enclavado en medio del desierto y que según datos del Instituto Nacional de Migración, recibe cerca de 2 mil migrantes al día.
       Ahí, relata Vital, hay una cuota de mil pesos tan sólo para poder estar. Ese dinero va a un ente amorfo sin cara y sin nombre. Altar, una población que no pasa de los 15 mil habitantes ha visto proliferar negocios de hoteles para dar abasto. Hay otra cuota de 200 dólares en Sonoyta para poder brincar la barda, cuenta Tomás, más aparte la cifra que se acordó con el guía-como eufemismo de ‘pollero’-. Con sus ojos verdes, Tomás Vital dice que volverá a cruzar porque es la única opción. “Hace poco escuché al Papa decir que aquellos que construyen muros en vez de puentes no son cristianos”, finaliza el hombre que volverá a revivir su particular ilusión.
        No es bienvenido el miedo en la mente de los migrantes: la muerte es una sombra con la que se viaja y que amaga en convertirse en el destino. Todos se convierten en enemigos mortales: el clima, los hombres que han convertido la migración en un negocio cruel, sórdido y tortuoso, las mismas autoridades y hasta el propio cuerpo que puede sucumbir de un momento a otro. Se aferran a la idea ambigua del futuro llevando su pasado a cuestas en esa mochila que es su último signo de identidad: lo que fueron y los que se quedaron allá, esperando su regreso. Hombres que insisten en el aforismo que escribía Alexis de Tocqueville: “cuando el pasado ya no ilumina el futuro, el espíritu camina en la oscuridad”.

       En el estudio “Un camino incierto”, presentado en el Colegio de Sonora, el sacerdote Pedro Pantoja, integrante de La Casa del Migrante en Saltillo, mencionó que gran parte de las agresiones que sufren las personas migrantes son hechas por integrantes de las Policías Municipales, Estatales y Federales. “El migrante nunca descansa, vive una psicología de guerra espantosa”, relató el clérigo.       
       De las agresiones hechas por las autoridades, el 29.8 % son realizados por policías federales, mientras el 22.8% recaen en el cuerpo de la policía municipal. Convertidos en un grupo vulnerable e invisibilizado por las autoridades, ya que sus programas son paliativos sin mucha estructura –como el impulsado por el alcalde de Hermosillo, Manuel Ignacio Acosta donde se le dará trabajo por 2 meses a 60 migrantes-, el problema es de fondo: el fenómeno de la migración es la consecuencia de un país incapaz de darles oportunidades dignas a sus propios ciudadanos.
       Son los migrantes, entonces, una población flotante sin ninguna certidumbre legal que los ampare. Habitantes entre dos tierras-o tres, en caso de los centroamericanos- que no les atienden, o lo que es peor, son indiferentes a la odisea tan cruel de cruzar un desierto en pos de una mejor vida.

Omar Quintana
 


1 comentario:

  1. No deja de impresionarme cada vez más este fenómeno de la migración, y cierta estoy que como dijo el Maestro a "ellos siempre los tendremos" y es de nuevo una oportunidad personal para no quedarme de espectadora....ya habemos muchos así, toca salir de mi confort, seguridades, prejuicios y vanaglorias para ir al encuentro del hermano....
    Gracias por compartir..

    ResponderBorrar